Santiago entró al consultorio con una expresión cargada de preocupación. Se dejó caer en el sillón con un largo suspiro, como si el peso del mundo descansara sobre sus hombros.

—No sé por dónde empezar, Javier —dijo, frotándose la cara con ambas manos. Siento que mi vida se está desmoronando.

Javier lo observó con calma, dándole el espacio para hablar.

—Cuéntame, Santiago. ¿Qué es lo que sientes que está fuera de control?

—Todo —respondió con un deje de desesperanza—. No sé cuál es el sentido de lo que hago. Voy a trabajar, cumplo con mis responsabilidades, pero cada día me pregunto para qué. Además, tengo miedo de arriesgarme, de hacer algo distinto. El estrés me está matando y, para colmo, acabo de terminar una relación. Me siento vacío.

Javier asintió, reconociendo la intensidad de su angustia.

—Parece que estás atravesando un momento de crisis en varias áreas de tu vida. Y créeme, es normal sentirse así cuando muchas cosas se desmoronan a la vez. Vamos por partes. Hablaste sobre el sentido de la vida. ¿Qué es lo que te hace dudar tanto de ello?

Santiago apoyó los codos en sus rodillas y entrelazó los dedos.

—No sé… es como si todo lo que hago fuera automático. Me levanto, voy al trabajo, vuelvo a casa, repito. No siento que esté construyendo algo con propósito.

Javier reflexionó un momento antes de responder.

—El sentido de la vida no es algo que se encuentra, sino algo que se construye. A veces pensamos que debería haber una gran misión esperándonos, pero en realidad, es en nuestras elecciones diarias donde damos significado a nuestra existencia. ¿Cuándo fue la última vez que sentiste que lo que hacías tenía valor?

Santiago se quedó en silencio unos segundos.

—Creo que cuando ayudé a un compañero en el trabajo. Se le complicaba un proyecto y lo orienté. Sentí que realmente aporté algo.

—Ahí tienes un indicio —dijo Javier con una leve sonrisa—. Muchas veces, el sentido no está en grandes objetivos, sino en pequeños actos con los que impactamos a otros. Pero dime, ¿qué te impide buscar más momentos así?

Santiago suspiró.

—El miedo. Miedo a fracasar, a ser rechazado, a que no salga como espero.

Javier se acomodó en su asiento y asintió.

—El rechazo no es solo un miedo social, sino un reflejo de nuestras propias inseguridades. Cuando tememos que los demás nos rechacen, en el fondo es porque nosotros mismos dudamos de nuestro valor. ¿Por qué crees que te cuesta tanto aceptar la posibilidad de un rechazo?

Santiago frunció el ceño.

—Porque me haría sentir que no soy suficiente.

—Y ahí está el problema —respondió Javier—. Si basas tu autoestima en la validación de los demás, cada rechazo se sentirá como una herida. Pero si comienzas a validar tu propio valor, el rechazo pierde poder. No define quién eres, solo es una respuesta a una circunstancia.

Santiago asintió lentamente.

—Eso tiene sentido, pero… ¿cómo lo cambio?

—Practicando la exposición al rechazo —respondió Javier—. No evitándolo. El miedo se disuelve cuando lo enfrentamos con consciencia. Si cada vez que sientes miedo retrocedes, tu mente asocia miedo con peligro. Pero si das pequeños pasos a pesar del temor, tu cerebro aprende que no es tan grave.

—¿Como qué tipo de pasos?

—Por ejemplo, expresar tu opinión en el trabajo sin esperar la aprobación de todos. O animarte a conocer gente sin miedo a que no respondan como esperas. Al principio, será incómodo, pero poco a poco, te darás cuenta de que no pasa nada terrible.

Santiago suspiró.

—Voy a intentarlo. Pero… hay algo más. Estoy agotado, Javier. El estrés me está destruyendo.

Javier asintió con comprensión.

—El estrés es acumulativo. Si no lo gestionas, termina afectando tu cuerpo y tu mente. ¿Cómo es tu rutina actualmente?

—Trabajo largas horas, me llevo preocupaciones a casa, y cuando tengo tiempo libre, no sé qué hacer con él. Mi cabeza no para.

—Ese es un problema común. Creemos que descansar es estar sin hacer nada, pero en realidad, el descanso activo es lo que más ayuda. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por placer?

Santiago se encogió de hombros.

—Ni lo recuerdo.

—Entonces ahí tienes otra tarea. El alma necesita nutrirse con experiencias que nos conecten con nosotros mismos. No basta con sobrevivir el día a día; hay que encontrar momentos para reconectarnos.

—Voy a intentarlo. Pero… hay algo más que no sé cómo manejar.

—Dime.

Santiago respiró hondo.

—Hace poco terminé una relación y siento que no puedo superarlo.

Javier lo miró con empatía.

—El duelo amoroso es un proceso. En el desamor, no solo perdemos a la persona, sino la identidad que construimos con ella. Es normal sentir vacío. Lo importante es no huir de ese dolor, sino transitarlo.

—¿Pero cómo dejo de sentirme así?

—No puedes evitar sentirlo, pero puedes trabajar en procesarlo. Escribir lo que sientes, hablarlo, permitirte llorar si es necesario. Y, sobre todo, no idealizar lo que fue.

Santiago suspiró.

—Entiendo… pero el duelo no es solo por el amor. Hace unos meses me despidieron de mi antiguo trabajo. Me costó encontrar otro, pero aún siento que eso me marcó.

—Es normal. Un despido también es un duelo. No solo por el empleo, sino por la identidad profesional que representaba. Cada crisis es una oportunidad de reconstrucción. ¿Qué aprendiste de esa experiencia?

—Que soy más resiliente de lo que creía. Que aunque me dolió, logré salir adelante.

—Exacto. Entonces, en lugar de ver el despido como una derrota, míralo como una transformación. Sin ese cambio, tal vez no hubieras buscado otras oportunidades.

Santiago asintió.

—Creo que he estado viendo todo de la peor manera posible.

—Es normal cuando el dolor nos nubla la perspectiva. Pero hoy has dado un gran paso: reconocerlo y abrirte a cambiar.

Santiago sonrió por primera vez en mucho tiempo.

—Ese es el primer paso para la transformación, Santiago. Y recuerda: cada proceso lleva su tiempo, pero lo importante es seguir avanzando.

Santiago se quedó en silencio unos segundos, como si procesara todo lo que habían hablado hasta ese momento. Luego, frunció el ceño y dijo:

—Javier, hay algo que empiezo a notar… Siento que, en el fondo, todo esto tiene que ver con algo más profundo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Javier, observándolo con interés.

—A que siempre estoy buscando afuera lo que siento que me falta adentro. Me di cuenta de que cuando estaba en pareja, mi miedo era que me dejara. Y en el trabajo, mi miedo es que no me valoren o me rechacen. Siempre estoy esperando que algo externo valide mi existencia.

Javier sonrió con aprobación.

—Ese es un gran descubrimiento, Santiago. Mientras lo inconsciente no se haga consciente, dirigirá tu vida y lo llamarás destino. Lo que acabas de notar es clave: si siempre buscas afuera lo que te falta adentro, nunca será suficiente.

Santiago asintió lentamente.

—Siempre pensé que si tenía una pareja estable, iba a sentirme querido. Que si lograba un ascenso, iba a sentirme exitoso. Pero ahora que todo eso se ha derrumbado, me doy cuenta de que el vacío sigue ahí.

—Porque el problema nunca estuvo en la pareja o en el trabajo —dijo Javier—. Estuvo en la relación que tienes contigo mismo. Muchas personas se sienten vacías porque arrastran carencias emocionales no resueltas desde la infancia. Carencias de amor, de reconocimiento, de seguridad. Y, sin darnos cuenta, pasamos la vida buscando afuera lo que solo podemos darnos nosotros mismos.

—Pero ¿cómo trabajo esas carencias?

—Primero, reconociéndolas, como acabas de hacer. Pregúntate: ¿qué necesito realmente? ¿Afecto? ¿Seguridad? ¿Autoestima? Y luego, en lugar de esperar que otros llenen esos vacíos, empieza a darte a ti mismo lo que necesitas.

Santiago lo miró con interés.

—¿Cómo me doy lo que necesito?

—Si buscas amor, empieza por tratarte con más compasión. Si buscas reconocimiento, aprende a valorarte sin necesidad de aprobación externa. Si buscas seguridad, trabaja en fortalecer tu confianza, en saber que eres capaz de sostenerte pase lo que pase.

Santiago respiró hondo.

—Nunca lo había visto de esa manera. Siempre creí que si lograba encontrar la pareja perfecta o el trabajo ideal, todo se solucionaría.

—Pero la verdadera solución nunca está afuera, sino adentro —dijo Javier—. Es un error común pensar que el bienestar depende de lo externo. El viaje más importante es el viaje hacia uno mismo.

Santiago apoyó los codos en sus rodillas y entrelazó los dedos.

—Si la solución está en el interior, ¿por qué nos cuesta tanto verlo?

—Porque desde pequeños nos enseñan que la felicidad viene de lo externo —explicó Javier—. Desde niños escuchamos cosas como “cuando tengas éxito, serás feliz”, “cuando encuentres el amor, estarás completo”, “cuando tengas dinero, dejarás de sufrir”. Nos programan para pensar que la felicidad es algo que se encuentra afuera.

—Y en realidad, no es así…

—Exacto. Hay personas que lo tienen todo y siguen sintiéndose vacías. Y otras que, sin grandes lujos ni reconocimientos, encuentran satisfacción en su día a día. La diferencia está en cómo han aprendido a nutrirse internamente.

Santiago se quedó pensativo.

—Entonces, si yo quiero dejar de sentir este vacío, ¿tengo que empezar a construir desde dentro?

—Sí. Y eso significa trabajar en tu relación contigo mismo, en sanar tus heridas, en aprender a disfrutar del presente sin depender de factores externos.

Santiago suspiró.

—Eso suena más difícil que simplemente cambiar de trabajo o encontrar otra pareja.

Javier sonrió.

—Porque lo es. Pero también es el único camino real hacia una felicidad genuina y estable. Todo lo externo es incierto: el trabajo, las relaciones, la economía… Pero lo que construyes dentro de ti, eso sí es duradero.

Santiago asintió con convicción.

—Voy a trabajar en esto. No quiero seguir dependiendo de lo externo para sentirme bien.

Después de un rato de silencio, Santiago levantó la mirada.

—Javier, hay algo que me parece curioso… Ahora que lo pienso, mi despido y mi ruptura amorosa me han afectado de manera muy similar.

Javier sonrió.

—Eso es porque, en esencia, son lo mismo: una pérdida de identidad.

Santiago frunció el ceño.

—¿A qué te refieres?

—Cuando estamos en una relación de pareja, creamos una identidad basada en ese vínculo. Nos definimos como “novio de”, “esposo de”, “compañero de vida de”. Y cuando la relación termina, esa identidad se rompe, y nos quedamos sin saber quiénes somos sin esa persona.

—Y con el trabajo pasa algo parecido…

—Exacto. Nos identificamos con nuestra profesión, con nuestro puesto, con nuestro rol en la empresa. Y cuando nos despiden, sentimos que nos han arrebatado parte de nuestra identidad. Nos preguntamos: ¿quién soy sin este trabajo? ¿Qué valor tengo sin este título?

Santiago asintió lentamente.

—Por eso se siente como un vacío.

—Sí. Pero es importante recordar que ni una pareja ni un trabajo definen quién eres. Son solo roles que ocupamos en ciertos momentos de la vida. Si basas toda tu identidad en ellos, el día que desaparecen te sientes perdido.

—Entonces, ¿cómo reconstruyo mi identidad después de estas pérdidas?

Volviendo a ti. Recordando que antes de esa pareja y antes de ese trabajo, ya eras alguien. Y que sigues siéndolo, con o sin ellos. La clave está en no aferrarte a una sola identidad, sino en entender que eres un ser en constante evolución.

Santiago sonrió por primera vez en mucho tiempo.

—Hoy me doy cuenta de muchas cosas que nunca había visto.

—Ese es el primer paso para el cambio —dijo Javier—. La toma de conciencia es el inicio del crecimiento.

Santiago respiró profundamente y se levantó del sillón.

—Gracias, Javier. Hoy me voy con más claridad.

—Y eso es lo más importante —dijo Javier—. Porque cuando hay claridad interior, el camino exterior se vuelve más fácil de transitar.

Y así, con una nueva perspectiva, Santiago salió del consultorio, dispuesto a dejar de buscar afuera lo que siempre había estado dentro de él.

José Pomares

pomares@josepomares.es

www.josepomares.es

+ 34 620971455