Si tengo hambre y recursos cocinaré para mí. En un nivel ya superior, puedo cocinar para mi familia, pensando no sólo en mi beneficio sino en el de ellos.

Incluso si me propongo que cocinar sea mi habilidad, y mi propósito el servicio a los demás, podré colaborar preparando los condimentos adecuados para una ONG, sin más ánimo que el bien colectivo del necesitado.

Y conseguiré así estar preparado para, llegando al máximo nivel de progreso en mi propósito y dedicación de vida, que no me afecten las opiniones de los demás en el caso que incluso critiquen la comida, pues no la preparé para brillar sino para servir a los demás.

Cambien ahora el verbo cocinar por el de liderar. Empezaremos a darnos cuenta de las diferencias entre jefe y líder.

Hay un primer nivel de vida básico en el que nos preocupamos por dominar, poseer, manejar y disfrutar de aquello que tenemos, incluyendo tanto nuestras posesiones como nuestra propia vida.

Y es lícito hacerlo. Nos podemos quedar ahí o ascender de nivel. Pasar al nivel de la creatividad y del encuentro.

No por tener un piano se es pianista, sino que he de dar vida a las obras que interprete. Aquí ya tengo que respetar, estimar y colaborar en aquello que quiero que crezca conmigo.

Pero aún nos podemos superar entendiendo que la intimidad es pasar de una dualidad a una íntima unidad entre personas, tomando como ideal de vida crear formas de unidad entre las personas que acompañen nuestra vida, en el ámbito familiar y profesional.

Y podemos llegar a un último nivel donde esos valores se encarnen dentro de uno transformándose en virtudes inherentes ya a mi camino e ideal de vida.

No todo son buenas noticias. Igualmente, existe un camino descendente.

Si yo vivo siempre con la actitud de dominar al otro para mi beneficio, del egoísmo, conseguiré que las personas trabajen para mí (“tú no estás aquí para pensar”, ¿les suena?)

Aún puede empeorar la situación en caso en que la persona no quiera ser dominada y yo ejerza los malos tratos o amenazas sobre ella.

Un tercer nivel negativo llegaría a poder matarla o violarla para acabar en una última fase hablando mal de ella, burlándome o injuriándola incluso después de haber cometido mi crimen. En ocasiones no hace falta llegar al aspecto físico, con la anulación moral basta.

Vayamos ahora por el camino del amor para explicar lo que quiero decir.

Es normal que en una pareja de novios, pasada la primera fase del gustarse y apetecer estar el uno con el otro, alguno de sus miembros quiera aún más.

Empieza a parecer poco lo que hay y se vive. A la posesión, al disfrute y al manejo le falta la profundidad, el sentido y la entrega. Se quiere más, no de cantidad sino ya de calidad.

Es un segundo nivel. En ese nivel se piensa no ya en ser yo feliz sino en hacer feliz a la otra persona, incluso con más ansia que a uno mismo, a sabiendas que también ahí radicará mi felicidad. Pasamos del apetecer estar con alguien a amarle. Lo primero es el comienzo, lo segundo es el valor del encuentro, en el que ya se respeta, se estima y se colabora en el crecimiento de la otra persona.

La atracción se convierte en amor. Ya no quiero solo lo que me gusta de esa persona sino que amo a la persona en sí, en su integridad. Conocedora también de sus defectos y debilidades.

Y para poder alcanzar ese nivel hay que empezar por la generosidad. Como exponía San Agustín, en lo esencial, unidad, en lo importante, libertad, y en todo, generosidad.

El que es generoso, genera vida. El egoísta mata la vida.

De esa generosidad se derivan todas las demás condiciones del encuentro, como la entrega, la comprensión, el agradecimiento, la cordialidad, la paciencia y la comunicación, que no es sino darse enriqueciéndonos, no solo decir cosas.

Y para ello hay que tomar en la vida el ideal de crear unidad. Con transparencia, ternura y tiempo para hacerlo. Unir y no separar pero ya no solo con esa persona, sino como ideal de vida y propósito de actuación. Con convicciones, no con conveniencias.

Y podremos alcanzar un último nivel consistente en hacer felices a los demás.

Se convierte de un deber externo a uno interno. Cuando uno junta la idea de ideal con la de deber, el deber queda convertido en algo delicioso. Y se pasa a hacerlo con generosidad.

Luego le devolverán a uno las consecuencias de sus actuaciones. Uno no recoge lo que siembra, sino las consecuencias de lo sembrado. Realizas tu ideal y pasa a gustarte hacerlo. Los ideales cuando se asumen transforman a la persona y la hacen crecer.

Y dado que este es un foro humanístico empresarial, vayamos con el trabajo.

Porque también aquí es obvio que hay niveles. Hoy me centraré en la dirección, pero igualmente se hablaría del trabajador.

Si dirige personas hay un primer nivel de mandato, de cumplimiento de sus órdenes, de jefatura y de poder. No dude que le obedecerán. En caso contrario, corren el riesgo de ser despedidos. Y no es malo este primer nivel, el problema es quedarse ahí.

En un segundo nivel, el del encuentro, debería como director ser su obligación ayudarles creativamente a respetar, estimar y colaborar, tanto con usted como con sus propios compañeros. A usted lo conseguirá con su ejemplo. A sus compañeros con su formación y dedicación.

Y avance aún más. Llegue a un tercer nivel. Haga que ese sitio donde pasan el 80% de su vida deje de ser una casa para ser un hogar. Que no convivan simplemente sino que compartan vivencias, que saquen lo mejor se uno mismo no sólo para su bien sino para contribuir al de los demás. Que no sean independientes sino contributivos.

Y lo mejor. Si lo logra le garantizo que será muy feliz. Ayúdelos. Que sientan lo que hacen. Que den sentido a su trabajo, no solamente que trabajen. En caso contrario se cansarán hagan lo hagan.

Si me tomo una mariscada voy a gozar mientras la saboreo. Se lo garantizo. Pero si mi nivel de ácido úrico es elevado, luego lo voy a pagar caro.

Del goce se pasa al gozo cuando lo que hago entiendo que es beneficioso no solo en el momento (placer) sino en sus consecuencias (felicidad). En caso contrario, empezaré a pensar que si lo hago será luego peor para mí.

Dedicado a uno de mis grandes maestros, el profesor López Quintás, quien tanto ha influido en mi pensamiento. Todo esto es suyo.