En la conversación con el Presidente de la Compañía quedamos en hablar con todo el equipo directivo para felicitarles por su trabajo. Había sido un año duro, con los lógicos vaivenes, pero la respuesta del equipo, alejándose del mero cumplimiento de actos y basándose en el compromiso de sus actitudes, estaba ya dando resultados espectaculares.

Faltaba el toque final del Presidente. ¡Qué poco cuesta motivar a la buena gente¡. Inversión cero y rentabilidad máxima. Según iba hablando, el rostro se iluminaba en los directivos. Luego les tocó hablar a cada uno de ellos. Sabía que finalmente hablaría yo. Externo de la empresa pero viviéndola por dentro. Después de muchos años con ellos era consciente que mi misión era contarles lo que no debía cambiar: los valores y las actitudes que necesitábamos tener si queríamos llegar al éxito.

En ese momento me vinieron a la cabeza dos relatos que ya desconozco cómo llegaron en su día a mis manos.

El primero hace referencia a lo que debemos hacer cuando tenemos un grupo del cual creemos que no podemos sacar más rendimiento. ¿Será en ocasiones responsabilidad nuestra?

Dice así:

“El Supervisor visitó una escuela primaria. En su recorrido observó algo que le llamó la atención: una maestra estaba atrincherada detrás de su escritorio, los alumnos hacían un gran desorden; el cuadro era caótico.

Decidió presentarse: ‘Permiso, soy el Supervisor… ¿Algún problema?’, preguntó.

‘Estoy abrumada señor, no sé qué hacer con estos chicos…

No tengo láminas, no tengo libros, el ministerio no me manda material didáctico, no tengo recursos electrónicos, no tengo nada nuevo que mostrarles ni qué decirles…’

El inspector que era un ‘Docente de Alma’, vio un corcho en el desordenado escritorio, lo tomó y con aplomo se dirigió a los chicos:

¿Qué es esto? ‘Un corcho señor’….gritaron los alumnos sorprendidos.

‘Bien, ¿De dónde sale el corcho?’.

‘De la botella señor. Lo coloca una máquina…’, ‘del alcornoque… de un árbol’… ‘de la madera…’, respondían animosos los niños.

‘¿Y qué se puede hacer con madera?’, continuó entusiasta el docente.

‘Sillas…’, ‘una mesa…’, ‘un barco!’. Bien, tenemos un barco.

¿Quién lo dibuja? ¿Quién hace un mapa en la pizarra y coloca el puerto más cercano para nuestro barquito?

Escriban a qué provincia pertenece.

¿Y cuál es el otro puerto más cercano?

¿A qué país corresponde? ¿Qué poeta conocen que nació allí? ¿Qué produce esta región?

¿Alguien recuerda una canción de este lugar?

Y comenzó una clase de geografía, de historia, de música, economía, literatura, religión, etc.

 La maestra quedó impresionada. Al terminar la clase le dijo conmovida: ’Señor nunca olvidaré lo que me enseñó hoy. Muchas Gracias’.

 Pasó el tiempo. El inspector volvió a la escuela y buscó a la maestra. Estaba acurrucada atrás de su escritorio, los alumnos otra vez en total desorden…

‘Señorita… ¿Qué pasó? ¿No se acuerda de mí?’

‘Sí señor ¡Cómo olvidarme!

Qué suerte que regresó. Pero tengo un enorme problema.  No encuentro el corcho. ¿Dónde lo dejó?”.

Quien no tiene alma de forjador de personas, es mejor que se ponga arduamente a aprender la tarea o que lo deje.

Y es que en ocasiones siempre pensamos que la “culpa” la tiene el equipo. Eso me hizo pensar en la segunda historia:

“El viejo profesor entró en el salón e inmediatamente percibió que tendría dificultad para conseguir silencio. Con una enorme dosis de paciencia intentó comenzar la clase; ¿tú crees que nos callamos?

¡Nada!

El profesor volvió a pedir silencio. No resultó, ignoramos la solicitud y continuamos conversando. Ahí fue cuando el viejo profesor perdió la paciencia y nos retó, como nunca antes lo había hecho. Mira lo que dijo:

“Presten atención porque voy a decir esto una sola vez”, señaló, levantando la voz.

Un silencio de culpa se instaló en todo el salón. El profesor continuó:

“Desde que comencé a enseñar, hace ya muchos años, descubrí que nosotros los profesores trabajamos con el 5% de los alumnos de una clase. En todos estos años observé que de cada cien alumnos, apenas cinco dejan alguna marca en el futuro, apenas cinco se vuelven profesionales brillantes y contribuyen de forma significativa a mejorar la calidad de vida de las personas.

El otro 95% sólo sirve para hacer volumen. Son mediocres y pasan por la vida sin dejar huella.

Lo interesante es que este porcentaje vale para todo el mundo. Si ustedes prestan atención notarán que de cien profesores, apenas cinco son los que hacen la diferencia; de cien médicos, apenas cinco son excelentes; de cien abogados, apenas cinco son verdaderos profesionales; y podría generalizar más: de cien personas, apenas cinco son verdaderamente especiales.

Es una pena muy grande no tener como separar este 5% del resto, pues si eso fuera posible, dejaría apenas los alumnos especiales en este salón y mandaría a los demás afuera; entonces tendría el silencio necesario para dar una buena clase y dormiría tranquilo sabiendo que he invertido en los mejores.

Pero desgraciadamente no hay cómo saber cuáles de ustedes son esos alumnos. Sólo el tiempo es capaz de mostrar eso. Por lo tanto, tendré que conformarme e intentar dar una buena clase para los alumnos especiales, a pesar del desorden hecho por el resto.

Claro que cada uno de ustedes siempre puede elegir a qué grupo quiere pertenecer.

Gracias por la atención y vamos a la clase de hoy”.

No es preciso describir el silencio que se hizo en la clase en ese momento, ni el nivel de atención que el profesor consiguió después de aquel discurso. El reto nos tocó a todos, pues el curso tuvo un comportamiento ejemplar en todas las clases de Filosofía durante todo el semestre. A fin de cuentas, ¿a quién le gustaría ser clasificado como “parte del montón”?

Pero, insisto, gran parte de responsabilidad la tenemos los que nos encargamos de la dirección de personas.

Es más fácil reconfigurar el trabajo, que reconfigurar la persona.  Como una vez le escuché a Jorge Valdano, «Si Menotti se hubiera dedicado a enseñarle a Maradona a jugar con la derecha, nos hubiéramos perdido a uno de los mejores jugadores de todos los tiempos»