En mis conferencias agradezco siempre a mi querido colegio madrileño del Fray Luis de León de los Padres Reparadores, que desde temprana edad me inculcaran lo que hoy es mi profesión; el amor hacia la oratoria y a buscar el significado, la etimología de las palabras que fuera a utilizar en la vida.

Y en verdad consiguieron que me ocupara de saber qué quieren decir en su profundidad algunas de ellas.

Viene al caso la introducción porque siempre me apasionó el concepto, y más aún el ejemplo, del amor incondicional.

E indagando y estudiando me di cuenta que ese misterio estaba en la palabra “misericordia”, ya que repasando las bienaventuranzas quise analizar qué quería decir eso de la quinta bienaventuranza que reza “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”

Misericordia proviene del latín “misere” (miserable, desdichado) y “cordis” (corazón)

Es una palabra que hoy en día se asimila a compasión (acompañar la pasión del otro)

Es amar al otro con sus miserias, no a pesar de sus miserias. Y acompañarle en ellas desde lo más profundo de tu corazón. Ese es el auténtico amor incondicional,… “sin ninguna condición, te amo”.

Bienaventurados los que tengan el amor incondicional porque ellos tendrán el amor incondicional. ¿Suena mejor verdad?

¿Y amar al otro con sus miserias significa que me tengo que aguantar y soportar las miserias del otro?

No, no es aguantarlas. Las miserias del otro le hacen mal al otro, yo voy a intentar que el otro las supere. Si amar es querer el bien, el desarrollo pleno del que amo, yo quiero amarte,  tengas una o mil miserias, y porque te amo, quiero acompañarte a superarlas, no porque me molesten, sino porque quiero estar contigo dando lo mejor de mí para que las superes.

Yo voy a estar para acompañarte a superar tus miserias, no a soportarlas malhumoradamente. No quiero que cambies porque a mí me moleste tu actitud, no es decir “te amo pero si cambiaras te amaría más”.

Pero soy el primero en marcarte tus miserias para que las cambies por tu propio bien.

El amor incondicional ve las sombras del otro, no las tapa.

Esto se ve claro en el amor de los padres a los hijos, pero en las otras relaciones… ¿cómo lograrlo?

Y es que si no está la energía del amor en mi yo no puedo hacer esto. Tenemos que encontrarnos en nosotros esa energía para vivir esa calidad de amor. Pero hay que comprometerse con la voluntad para hacer determinadas cosas. Ya decía San Agustín “Dios que te creo sin ti no te salvará sin ti”.

Y por ello indagando en cómo poder vivir ese amor incondicional con los demás en las propias bienaventuranzas descubrimos cuatro previas a la que hemos visto que son condiciones para lograrlas y cuatro posteriores que son consecuencias de las mismas.

Bienaventurados los pobres de espíritu…, los que no tienen apego, los que no tienen dependencia (no indiferencia). Los que queriendo a los demás no dependen de los otros en el afecto. En definitiva, los que aman todo sin depender del tener, poder, placer ni del querer. No te quedas en lo accidental sino en lo esencial. En definitiva, son libres. No puedo tener amor incondicional si tengo dependencia del otro. Todo es medio para un fin superior.

Bienaventurados los mansos…, no como sumisión ni apatía. Es salir de una esclavitud emocional para llegar a una libertad racional. A una quietud emocional. Cuando estamos esclavos de nuestras propias emociones y miramos desde la emoción, no nos podemos controlar. Cuando la emoción está alta, la inteligencia está baja. Vives solo de estados emocionales reactivos. Las cosas al final no son como las vemos, sino como estamos. La quietud emocional es la base para una libertad interior y un amor incondicional. El otro hace, no me hace. No es que no me importe, es que no dependa de sus acciones para estar mejor o peor.

Bienaventurados los que lloran…, llorar no como inquietud emocional, no es contradicción de lo anterior. El llanto es una actitud asociada a la humildad. Es reconocer que no puedo todo ni con todo. Entender que no soy omnipotente, el reconocimiento de la fragilidad de mi ser, mostrando que en la vida necesitamos al otro. Y pedir ayuda y asistencia para que me enseñen a poder. Así, si yo reconozco mis limitaciones, puedo entender las limitaciones y debilidades del otro y amarle con ellas. Fuimos educados pensando que el pedir ayuda era no ser íntegro. ¿Pero como voy a amarte incondicionalmente si yo no reconozco mis propias carencias? Y no es sentirte culpable, sino dolernos habernos equivocado. Benditos sean los errores cometidos si nos hacen ser más humildes y acompañar mejor al otro.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia… ¿y qué tiene que ver esto con el amor incondicional? No tiene nada que ver con la justicia que entendemos hoy vinculada al derecho. Aquí es sinónimo de integridad. Cuando lo que pienso y siento se corresponde con mis acciones. Se entiende mejor con la palabra coherente o congruente. Pero como un puerto de salida, no de llegada. A sabiendas que es una labor diaria, que nunca acaba. Teniendo hambre y sed diaria de ser justos, personas íntegras. No es  hacer algo para quedar bien. Es anteponer nuestras convicciones a nuestras conveniencias.

Desapego, quietud emocional, humildad e integridad. Las cuatro condiciones para el amor incondicional.

Y que a su vez, viviendo así la vida, acarrean cuatro consecuencias.

Bienaventurados los limpios de corazón…, no tiene nada que ver con los pecados sexuales como tantas veces nos han hecho creer. Es una actitud que se tiene en el corazón cuando uno elige el amor, vive en el amor. Y se ve la presencia del amor en todas las cosas. Por eso hay que mirar desde el ojo del corazón. De ahí la frase de “lo esencial es invisible a los ojos”. Si miramos con nuestros ojos, vemos, si miramos con nuestra mente analizamos, pero si miramos desde el corazón nos sentimos unidos a la otra persona. Es ver al otro como ni siquiera el otro se ve a sí mismo. No es decir al otro lo que tiene que hacer sino que no olvide quien es y lo que vale. Eso es edificar al ajeno.

Bienaventurados los que buscan la paz…, nada más adecuado aquí que la oración de San Francisco de Asís “Señor, hazme un instrumento de Tu Paz. Donde hay odio, que lleve yo el Amor. Donde haya ofensa, que lleve yo el Perdón. Donde haya discordia, que lleve yo la Unión.  Donde haya duda, que lleve yo la Fe. Donde haya error, que lleve yo la Verdad. Donde haya desesperación, que lleve yo la Alegría. Donde haya tinieblas, que lleve yo la Luz”. ¿Y cómo poder poner paz a mi vida? Con amor. Por eso armonía significa la actividad del amor. La paz es el fruto de la armonía. Es su sentimiento. Cuando en mi corazón hay amor incondicional, seré un instrumento de paz allá donde vaya y haga lo que haga.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia y cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por MI causa ..,  son las dos últimas consecuencias. La primera de ellas se refiere al aspecto humano, por tratar de ser justos viviendo los valores humanos  y la segunda al entorno y valores espirituales. Y es que cuando uno va con amor incondicional por la vida no todos le van a entender, porque la mediocridad tiende a crucificar a la integridad. Incluso a ridiculizarla y reírse de ella. Y por supuesto a no entenderla en un mundo incrédulo y que solo mira el aspecto material.

Por ello el final dice “Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos”. Pero el cielo está aquí, en uno, sin necesidad de esperar. La recompensa, el cielo,  es la conciencia limpia. Vivir el cielo en la tierra. Viviendo el amor incondicional.

No nos quedemos con “yo no hago al otro lo que no quiero que me hagan a mí”. Eso es el suelo. Cambiémoslo por “hacer al otro lo que quiero que me hagan a mí”. Eso no tiene techo.

¿Se imagina directivos y empleados, padres e hijos así? Todo es posible con formación y entrenamiento.

Dedicamos mucho tiempo a trabajar mejor y muy poco a ser mejores personas. Y la clave de la excelencia para llegar al éxito está en lo segundo.

José Pomares

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